lunes, 8 de abril de 2013

SE LLAMABA SOFÍA

Cuando uno empieza a escribir una historia, intuye cuál es el principio, pero muchas veces desconoce, el final. Emprendí esta aventura sabiendo cómo deseaba que comenzara, pero me vi sorprendido por el desenlace. Esto es, lo que me sucedió. 

Un caluroso día de primavera, volvía con mis compañeros del viaje de fin de carrera por las islas griegas. Caminando por los pasillos del avión, me fijé en ella, observé su aspecto grácil, su mirada tierna y sus delicados gestos, parecía un ser etéreo, casi irreal. Su mirada azul, diáfana, de rubio cabello lacio y una sonrisa que cortaba la respiración se confrontaban conmigo, un modesto universitario de veintidós años, de poca estatura, con miopía galopante escondida bajo gafas negras de aspecto anticuado y para colmo, tartamudeaba cuando alguien desconocido me dirigía la palabra. A pesar de todo, cuando la vi las palpitaciones de mi corazón, fueron el incentivo para acercarme a ella. 

Me acerqué, con una excusa tonta conseguí romper el hielo. Al principio no fue fácil, como todo inicio, pero su interés en seguir la conversación dio un resultado más fluido. En perfecto español, dijo que se llamaba Sofía. Era ateniense de nacimiento, actualmente estaba viviendo en España por cuestiones de estudio y de trabajo. Me contó que había ido a Grecia para estar unos días con sus padres. Por mi parte, le indiqué el motivo que me había llevado a visitar su país, le expresé mi alegría y admiración por la belleza de los lugares que había tenido la oportunidad de contemplar durante el viaje. Ella, partícipe de la pasión que yo ponía al hablar de su tierra natal, inició un debate sobre las diferencias y semejanzas entre griegos y españoles. Poco a poco, el diálogo fue derivando hacia aspectos más personales y nos dimos cuenta de que nos unían muchas cosas. En España, residíamos en la misma ciudad. Teníamos las mismas aficiones, gustos y similares costumbres, pero en contextos diferentes. 

Hablar con ella era como verme reflejado en una espejo , aunque con otro físico, claro está. La charla fue tan amena y distendida que, cuando nos dimos cuenta, ya estábamos a punto de aterrizar. Yo tenía que reunirme con mis compañeros pero tuve tiempo de anotar su número de teléfono y su e-mail. Sonreí prometiéndole que pronto volvería a saber de mí. Rápidamente, regresé con mis amigos para preparar el equipaje y salir del avión. En el camino de regreso a casa, me preguntaba por qué el destino me había permitido conocer a Sofía.

Unos días después, la llamé y respondió de inmediato a mi propuesta de encontrarnos con mucho interés. Como si de un flechazo se tratara, en ese primer encuentro ya surgió el amor. Un amor, que se vería truncado por las adversidades del destino. 

Fueron muchas las citas que tuvimos. Cada día, me sorprendía de poder estar con una chica tan hermosa como Sofía, con la facultad de hacerme sentir que era alguien valioso para ella, aunque mi baja autoestima, hacía que me viera a mí mismo con un ser diminuto ante su imponente presencia, su contagioso optimismo y las enormas ganas de vivir de las que gozaba. Siempre fui alguien bastante negativo, con tendencia a ver el vaso medio vacío. Aprecié gratamente que fuera una persona más madura de lo normal para su edad, además de estar dotada de una inusual inteligencia y gran capacidad de observación. 

Un día, sin que ella diera más explicación, las cosas empezaron a cambiar. Dejó de llamarme, no respondía a mis mensajes ni me cogía el teléfono. Intenté saber de Sofía por todos los medios, pero me fue imposible. Parecía como si se la hubiera tragado la tierra. Me cuestionaba qué error había cometido para que no quisiese saber nada de mí, pero por que más que rebusqué para justificar su actitud, no me satisfacía ninguna respuesta. Sospeché que algo raro debía ocurrile para comportarse de esa manera, pero nunca que su repentina desaparición fuera ocasionada por algo tan trágico, como comprobaría más tarde.

 Tras varios días de incertidumbre, llamó para fijar una cita, ansiaba contarme algo importante. Accedí no sin cierta preocupación, pero decliné pedirle explicaciones de por qué había desaparecido sin decir nada. Se fijó la cita, a las siete de la tarde, en una tranquila plaza, para hablar seriamente. Colgué el teléfono y me sentí invadido por una mezcla de angustia y desasosiego. Presentía que algo no iba bien y no me equivocaba.

Llegué puntual al lugar acordado, pero ella quizás como todas las mujeres, se retrasaba. Me senté en un banco a esperar. Cada minuto de demora me ponía más nervioso e inquieto hasta que la vi aparecer demacrada, con los ojos vidriosos, como si su belleza se marchitara por momentos. La besé, castamente, en la mejilla, sin que ella atinara el más mínimo gesto afectivo. Nos sentamos en el banco donde había estado esperándola y casi sin poder hablar, soltó la brutal noticia: le habían diagnosticado un cáncer incurable, le quedaba poco tiempo de vida. En ese momento, todo lo que habíamos vivido juntos pasó por delante de mi como si fuera una película. Cuando me recuperé del desconcierto, decidí abrazarla fuertemente ofreciéndome por entero. Le hice saber que nunca la dejaría sola. 

Pasadas dos semanas del encuentro en que contó su estado de salud, está claro que no volvimos a ser los mismos. Yo la seguía considerando mi novia, mientras, ella parecía haber roto ese vínculo, tratándome solo como amigo, quizás, para mitigar el dolor provocado por su trágico futuro. Me convertí en mero espectador de su deterioro, sin que pudiera hacer nada contra el inevitable proceso de una persona cuando sabe que su final está cerca. 

Meses después, Sofía falleció en el hospital. Aunque siempre fue una mujer luchadora, el destino es más fuerte que nosotros y en esta ocasión, se convirtió en víctima de una dura batalla. Murió sostenida de mi mano, segundos antes la había oprimido tímidamente, ya sin fuerzas. Los días posteriores, la pena me invadió completamente, pero estaba seguro de que ella, desde el Cielo, velaba por mí para aminorar mi profunda tristeza. Siempre recordaré, que se llamaba Sofía, la sabiduría. 


Este es el primer relato corto que escribí para mi curso de Escritura Creativa en verano del 2011. Espero que os guste. 

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